Hace unos años tuve que hacer una meditación chamánica para encontrar mis animales tótem, como parte del entrenamiento en chamanismo correlliano, un curso complementario que tenemos dentro de mi tradición. Fue muy curioso encontrarme dos animales muy similares, la polilla y la mariposa, dentro de ese grupo de animales tótem que se suponía que me estaban acompañando. Me vino a la cabeza, después de esa meditación, unos versos de la letra de Madame Butterfly, mi ópera favorita:
PINKERTON: Deja que bese tus queridas manos ¡mi Butterfly! Qué bien te han bautizado, suave mariposa.
BUTTERFLY: Dicen que al otro lado del mar, si cae en manos de un hombre, la mariposa es atravesada con un alfiler, ¡y la clavan a una tabla!
PINKERTON: Hay algo de verdad en ello. ¿Y sabes por qué? Para que no pueda escapar. Yo te he atrapado. Te abrazo apasionado. Eres mía.
Durante un tiempo estuve temerosa de que la presencia de animales como la mariposa y la polilla en mi vida significaran que alguien iba a pincharme en un corcho para no dejarme volar nunca más. O que alguien iba a ser esa vela que dicen que siempre atrae a las polillas, y a la que se dirigen irremediablemente aunque las acabe calcinando.
Pero si algo saco de ambos animales es su sentido de transformación. Ya hablé de ello en una fábula que escribí hace unos años, antes de saber que la mariposa y la polilla eran mis animales tótem, y a la que titulé «Yo era una oruguita»:
Yo era una oruguita, una pequeña y tímida oruga que miraba a las mariposas volar. Me arrastraba por las ramas de las plantas y miraba al cielo, viendo cómo daban piruetas y lucían sus colores al sol mis hermanas las mariposas. Era feliz siendo oruga porque tomaba el sol tranquilamente y me balanceaba en las hojas como si de hamacas se tratasen, pero me preguntaba qué se sentiría al volar, al poder viajar más rápido de lo que nunca había viajado, al saber qué hay más allá de las flores del patio.
Un día, alcé la voz y le pregunté a una mariposa dorada qué tenía que hacer para volar. «No hace falta más que extender las alas», me dijo. Lo intenté, pero yo no tenía alas, así que me estrellé contra el suelo, ¡qué mala suerte! De haber tenido huesos, me los habría roto todos, seguro. Pero yo era una oruguita, así que no tenía huesos y aunque me hice daño, volví a reptar por mi ramita hasta una hojita en la que descansar.
Me estaba recuperando del susto, cuando vi en una rama cercana a otra oruguita que parecía muy atareada. «Hola», le dije. «Hola», respondió. «¿Qué haces?», le pregunté. «Tejer», me contestó. «Estás muy sola, ¿quieres que te haga compañía?», le pregunté. «Gracias», me dijo la otra oruguita, «normalmente estoy solita con mi tarea, porque las otras orugas piensan que soy rara porque me paso el día tejiendo en vez de ver volar a las mariposas, pero a mí no me importa. Sólo quiero terminar mi tarea y así seré como las mariposas.» Estaba tejiendo con dos agujitas de hacer punto, y contaba los puntos que daba, adelante y atrás, adelante y atrás. No había nada que la distrajera de su tarea.
Así que cogí yo también dos agujas y me puse a tejer. Tejí noche y día, tejí con sol y con lluvia. Ya no importaban las mariposas y sus cabriolas, sólo la tarea. Tejí en verano y en otoño tejí. Y en invierno, cuando las noches se hicieron frías y el fino rocío se heló en las hojas, me eché la manta hecha por mí por encima y me quedé dormida.
Desperté sudando. ¡Qué calor! Me quité como pude el tejido tan calentito que me había hecho, y me di cuenta de que había dormido todo el invierno. ¡Qué tarde es!, me dije. Y cuando fui a reptar para comerme un par de hojas, me di cuenta de que podía volar.
Volaba, y sentía la brisa en la cara, y en las alas, y en el cuerpo. Y el mundo me parecía vasto, y hermoso, y la luz era deslumbrante. Y abajo, un montón de oruguitas miraban mis cabriolas, y eran felices, pero hubo una que me preguntó con curiosidad qué había que hacer para volar, y entonces yo le dije lo que nunca me habían dicho a mí: que para poder volar hay que tejer primero.
La verdad, después de tanto trabajo con lepidópteros he de confesar que no he aprendido a volar. Más bien he aprendido a vivir dentro de la crisálida, dentro de la «manta» que tejió la oruga, dentro de la oscuridad que encierra la intimidad de mi propia alma. Creo que es más importante darse cuenta de lo que significa la transformación y lo que significa estar en constante revisión personal. Aunque a veces duele ver caer muros, preconcepciones y paradigmas que pensemos que sean inamovibles. Entender la creencia de uno como algo orgánico, vivo y personal que, al fin y al cabo, es el camino espiritual individual. Un camino que camino con mis propios pies, igual que los demás caminan el suyo con los suyos.
Aunque parezca que la crisálida es un lugar de recogimiento, recóndito y hasta cierto punto oscuro, que nos recuerda a «La noche oscura del alma», me parece que hay más luz dentro de ella de la que puedo encontrar fuera. No hay que tener miedo a esa oscuridad de lo que tenemos dentro, a ese subconsciente, a esas aguas que esconden la sombra. Al fin y al cabo, la sombra sólo es una expresión de lo que no queremos enseñar, y a veces lo que no queremos enseñar es lo más hermoso, íntimo y espectacular que tenemos. Encierra los porqués, las razones ocultas y, al final, lo que hemos hecho de nosotros mismos a través de los años.
No me importa si nunca llego a ser una mariposa. Me gusta tejer. Me gusta ser. Me gusta mi oscuridad, mi luz, mis hojas frescas. Me gusta ser la oruga y me gusta ser la crisálida. No he nacido para que ningún Pinkerton me guarde pinchada en un corcho, ni bajo ningún vaso dado la vuelta, ni como ningún trofeo de caza de un aficionado a los insectos. Me gusta pasar por la transformación constante. Me gusta darme cuenta de lo orgánico de lo que vivo, de mi creencia, de mi fe, e incluso de mí misma. La lección de la crisálida es la lección del que se enfrenta constantemente a sus propios miedos: uno mismo.