Me queda relativamente poco para dar a luz a mi segundo hijo, un varón.
En estos catorce meses que llevo siendo madre de la hermana mayor del niño que ahora espero, me he dado cuenta de lo sacrificado que es tener un hijo. Cuando digo esto, muchas veces la gente me pregunta si el sacrificio es porque tengo que echar más horas en el trabajo, o porque tengo que apretarme el cinturón y gastar menos para darle a mi hija todo lo que necesita.
En realidad, el sacrificio es diferente y no tiene absolutamente nada que ver con el plano material. El sacrificio, que se hace gustoso cuando esto de ser madre o padre te gusta, es saber que nunca más volverás a ser el mismo. Es saber que sobrepasarás todos tus límites. Es saber que encontrarás soluciones donde aparentemente no las hay. Es saber que el bebé se irá, y que no volverá.
Todavía recuerdo con amargura mis comienzos en la maternidad y cómo me infantilizaron hasta límites insospechados, pero me queda la satisfacción de haber roto esos límites y de haber conseguido lo que, según me habían dicho, era imposible: criar como yo quería criar. Dar a mi hija amor, y no dinero. Darle a mi hija atención, y no un montón de juguetes que no le servían para nada si no estaba yo para garantizarle que tendría el apego necesario en su infancia. Apego que, indudablemente, con el tiempo se convertirá en independencia porque es ley de vida que los hijos hagan sus existencias como ellos quieran.
Porque los hijos no nos pertenecen. Los hijos son de la vida.
El sacrificio no es comprar muchas playstations. El sacrificio real es generar un vínculo tan profundo con una persona, sabiendo que esa persona, un día, volará del nido porque está en su naturaleza. Y sé que mi sentir será agridulce cuando mis hijos, perdidas todas las grasitas de bebé, los abrazos y los besos que todavía no saben dar, cuando ya duerman del tirón en sus camas de adulto, decidan que ha llegado el momento de encontrar su propio camino.
Ellos probablemente nunca se darán cuenta de ese sacrificio. Pensarán que es su derecho, ¡y estarán en lo cierto! Porque yo también lo hice, y su padre también lo hizo, y todos lo hicimos. Es el derecho que nos reserva madurar. Es el derecho de la manzana que cae del árbol cuando está lista para caer.
Pero yo, como también su padre, nos quedaremos porque ya tenemos nuestro propio nido y nuestras propias vidas. Y ya no seremos las mismas personas. Habremos crecido con ellos. Habremos crecido gracias a ellos. También es un sacrificio aceptar que «nunca es la misma persona aquella que sale que aquella que entra», como diría el Chojin, porque cada vivencia que hayamos tenido con ellos tendrá algo de metamorfosis, de aprendizaje. Será una gran cura de humildad aceptar que aquello en lo que invertiste tanto tiempo, sencillamente, se irá. Pero también será un gran orgullo saber que en esa marcha radica el éxito del trabajo bien hecho.
Y así, la crianza se convierte en un acto de amor. Así, no compramos el amor con dinero ni con playstations, sino que nos ganamos el amor aceptando a las personitas a las que uno ha traído a la existencia. Y así, algunos encontramos el sentido de nuestra vida: el del ciclo eterno.
Y vuelvo a sentirme loba, tigresa, en definitiva, mamífera: unida a otras madres de la naturaleza en este pequeño planeta al que llamamos Tierra.