Ayer hablaba con mi mejor amigo, también wiccano pero de otra tradición, de lo que supone para un iniciador tener iniciados, de la relación que se establece con ellos como iniciador. De sentimientos, en definitiva, porque es una relación muy especial en la que es inevitable tener sentimientos.
Las personas a las que he iniciado son como mis hijos en un sentido espiritual de la palabra. Llevan mi impronta, que es lo que les he enseñado, pero cada uno viene de circunstancias personales distintas y tienen sus propias personalidades, así que añaden a eso sus propias vivencias y su propia manera de ser. A partir de esto, cuando ya pueden iniciar (en mi tradición esto sucede en tercer grado) forman su propia impronta a partir de su forma de ver las cosas. Es entonces cuando el ya sumo sacerdote empieza a tener sus propios hijos espirituales igual que antes los tuvo la persona que le inició.
En nuestra conversación le dije a mi amigo que yo quiero a todos mis iniciados, con sus virtudes y sus defectos. A veces veo cómo aciertan, a veces veo cómo se equivocan, a veces les veo dudar, y en mi caso no puedo evitar en ocasiones entrar a dar una opinión igual que la daría una madre cuando me cuentan algún problema. Sin embargo, llega un momento en el que creo que tienes que dejar que se manejen solos. Ese momento llega especialmente con lo que he comentado más arriba, cuando se inician en tercer grado. He vivido esta situación hace poco, ya que se inició una alumna que es amiga además y con la que llevaba muchos años trabajando. Me resulta raro no entrar a decir nada cuando me comenta algo, y de hecho el otro día hablaba con ella y le decía «es tu decisión, tú eres la suma sacerdotisa». Noté entonces que había llegado el momento de cortar el cordón umbilical, de dejar a mi niña hacer sus cosas, de dejarla volar libre y que tomara sus propias decisiones igual que un día me dejaron a mí.
Aunque para una «madre» (espiritualmente hablando), y más aún para una persona que se considera maternal como es mi caso, es muy difícil soltar amarras de esa forma tan radical, considero que es una muestra de confianza por mi parte. Confío en que mis iniciados, cuando más de ellos lleguen a tercer grado, sabrán hacer lo que quieran hacer y encontrar sus propios caminos. De hecho, eso lo confío desde que doy a alguien el primer grado. Si en algo soy una «madre» pesada es en lo de que cada uno debe encontrar la cosa que le haga feliz en este camino y no me cansaré nunca de repetirlo. Ver a mi gente hacer de su vida una obra de arte, desde el que acaba de empezar a estudiar conmigo hasta la que se acaba de iniciar en tercer grado, es algo que me enorgullece. Mientras tanto, mientras la persona no está preparada, das todo lo que tienes: tu pensamiento, tu corazón, tu experiencia, tu preocupación y algunas veces tus sentimientos más profundos.
Y diréis, después de todo, ¿qué ganas tú, Harwe? ¿Merece la pena darse tanto para que luego la gente haga su vida? No negaré que me lo pregunto a veces, especialmente el día que no estoy de acuerdo con la gente a la que inicio. Igual que me pregunto si merece la pena dar clase de Wicca Correlliana, si merece la pena tener un Templo y si merece la pena pensar en qué es lo próximo que quiero hacer mañana por la mañana antes de ir a trabajar. Tengo la necesidad imperiosa de cuestionarme a mí misma porque acostumbro a vivir en mi cuerpo, en mi cerebro y en mi corazón y ser consciente de mis sentimientos, y mi camino me ha enseñado que necesito ser consciente de todo eso que pasa por mi cabeza, o de todo lo que siento. Y me doy cuenta de que duele ver irse al polluelo de debajo de las alas de mamá gallina. Duele aún más cuando sabes que no puedes abrir la boca para decir ni pío, porque entonces estás dificultando que la persona se siga desarrollando según sus propios planes.
A pesar de lo que se pueda pensar, definitivamente no merece la pena porque alguien lleve mi nombre en su línea de iniciadores. Una de las autoras a las que más admiro, la gardneriana Doreen Valiente, inició a relativamente pocas personas comparada con otras sacerdotisas de su misma generación y tradición. Y sin embargo ella simplemente encontró algo que le gustaba, como era escribir e investigar, y se centró en eso. Por tanto, dar tu nombre o dejar de darlo a más o menos gente no es una señal de influencia o de importancia del trabajo de alguien. La diferenciación, como siempre digo, sí lo es. El encontrar lo que te guste hacer, definitivamente, sí lo es.
Tampoco merece la pena por tener un grupo. No soy una directora de grupos ni una maravillosa gestora de recursos humanos. No soy una persona de masas. Tiendo a pensar que ese tipo de personas tiene una gran capacidad para manipular a los demás, y no hay nada que deteste más. Soy una persona celosa de su intimidad, introvertida (no confundáis introversión con timidez*) y reflexiva que prefiere el contacto de uno a uno, y a la que le disgustan los grandes eventos y los «circos». No me gusta la cultura del carisma, la cultura de los grandes vendedores, agresiva, en la que prima el trabajo en equipo. No me gusta tampoco que me halaguen, ni en privado ni en público, y ese tipo de situaciones se dan mucho para el «peloteo»* que tanto se da en esta cultura del carisma. En cambio, adoro la cultura del carácter, del ideal, de la persona que se hace a sí misma a base de reflexionar, que cultiva valores y los intenta cumplir, y que lo hace de forma independiente. Que luego se junta con un grupo e intercambia ideas de una forma tácita y madura, pues esas otras personas también han hecho ese trabajo antes individualmente.
Entonces me doy cuenta de que la razón por la que esto merece la pena es porque me gusta dar clase. Me gusta lo que hay en medio, no la iniciación, sino lo que lleva a ella. Me gusta coger mis valores, meterlos en una batidora, hacer un batido de «valores de Harwe», ponerme delante de la persona y decirle «esto es lo que yo tengo para darte, lo que desde hace mucho tiempo llevo reflexionando, tú luego haces lo que quieras con lo que yo te doy, pero si vas a hacer algo con ello, reflexiónalo, hazlo tuyo y luego me lo cuentas». Ese intercambio es el que me resulta enriquecedor porque creo que me ayuda a crecer. Pero iré más allá: incluso la situación por la cual tengo que dejar irse a una persona para que haga su vida y forme sus propios valores es enriquecedora. Me ayuda a no estar excesivamente apegada a las situaciones, me ayuda a seguir pisando con los pies en la tierra, evitando que se me «suba» el cargo, porque sé que inevitablemente llegará otra gente detrás de mí que probablemente sea mejor que yo. Y ésa, en realidad, es mi pequeña victoria: que quienes vengan detrás sean mejores que yo. Significa que lo he hecho bien.
(*) La introversión es un término que define cómo la persona centra su atención. Las personas introvertidas centran su atención en su propio interior y tienden a ser introspectivos. Los extrovertidos, en cambio, la centran en los demás y en las situaciones externas. El grado de introversión, no obstante, no tiene por qué afectar a la sociabilidad de la persona. Con lo cual introversión y timidez no son lo mismo, en tanto que la timidez hace referencia a un grado de fobia social, mientras que la mayor parte de los introvertidos no tienen ningún problema a la hora de relacionarse si tienen que hacerlo.
(**) Pelotear en España es una expresión coloquial que significa halagar a una persona, señalar todo lo bueno y repetirlo, normalmente para conseguir algo a cambio.