El largo viaje del lucero del alba

Esta mañana era muy temprano cuando he salido de mi casa. Era de noche y como dicen algunos en mi tierra «no estaban ni puestas las calles». Mientras caminaba, más pesadamente que otros días porque mi bebé empieza a hacerme más voluminosa la barriga, he vuelto mis ojos al cielo como me gusta hacer por las mañanas, un gesto que no puedo evitar pensar que resulta atávico. Es un gesto que creo que va en nuestros genes, y que me hace pensar por un momento si acaso el polizón de mi barriga no hará lo mismo cuando sea un hombrecito o una mujercita independiente. ¿No será acaso lo que el simio primitivo buscó al erguirse, unirse a las estrellas?

Al Este estaba Ella, el lucero del alba, la estrella más brillante en un firmamento de ciudad, lamentablemente cubierto de humo pero que no puede hacer deslucir su belleza. Todos los días surca los cielos puntualmente, envuelta en una bruma, montada en una barca de espuma azul lapislázuli, como la piedra que la representa. Se la ha llamado por un buen puñado de nombres y se ha cruzado con muchos pueblos que han sido los que le pusieron esos nombres: Inanna, Ishtar, Astarté, Ashtar. Algunos pueblos tomaron su nombre y lo convirtieron en una abominación*, se mofaron de Ella, se rieron. No contaban con que la Diosa que porta todos los me** era más sabia que el mismo Dios de la sabiduría, y que no iba a ser fácil hacerla caer. No se puede hacer caer a quien ya ha caído.

Así surge el lucero del alba al Este, victoriosa, se alza por el cielo tras pasar la noche en el Irkalla***. Ha viajado mucho tiempo, largos años, y mucha distancia, demostrando a quienes se llamaron sabios que era más fuerte que ellos. Desde la cuna de la civilización, en el mítico jardín del Edén que se cree que estaba en el creciente fértil, llegó hasta el Mediterráneo. Y desde allí surcó sobre la espuma en barcos de comerciantes que la llevaron por toda la costa del Mare Nostrum, como lo llamaron los romanos. Y un día llegó a mi tierra, a Tartessos, donde calladamente quedan los ecos de su culto en las romerías y en el estilo de vida: la aparente decadencia de una sociedad religiosa que sobre todas las cosas venera la fiesta y el sexo, los actos sagrados para Ella.

Sigo caminando en esta mañana de otoño temprano y llego a un río que desemboca en otro río, el río que me vio crecer. Ese río que se dice que se cruzó para rendirle culto, ya como Astarté de los fenicios. Todos los caminos parecen llegar al lucero, a esa tierra de valles lúbricos y suaves colinas que se asemejan a sugerentes pechos. Si los irlandeses ven a Morrighan en su isla esmeralda, yo veo a Inanna-Ishtar-Astarté, flanqueada por sus leones con melenas fieras y rubias como el sol que siempre la acompaña, ese sol que aquí brilla tan fuerte y que parece desnudarte con su mirada, quedando tan desnudo como Ella quedó el día en el que decidió bajar al Inframundo para hacerse «más sabia». Sabiduría y sexo, dos actos de desnudez del alma.

El sol ha salido y en su brillo se pierde el lucero, aunque queda el recuerdo de su belleza. La misma belleza que queda en las imágenes de mi tierra, en las colinas suaves y en los árboles que se contonean, y que ahora pierden hojas para desnudarse. Desnudarse como Ella, en toda su gloria, para bajar a un inframundo donde no podemos ocultar lo que somos: monos sin pelo que un día se atrevieron a mirar a las estrellas.

«Yo soy todo lo que ha sido

yo soy todo lo que un día será.

Yo soy la que soy, 

yo soy la que soy.

Mas nunca ojos mortales

me han percibido como soy.

Yo soy la que soy,

yo soy la que soy.»

Cántico a Inanna, por Saadi Neil Douglas-Klotz. Traducido del inglés por Harwe.

 

 

(*) Los antiguos judíos cambiaron las vocales del nombre de Astarté para llamarla Astoret, poniéndole las vocales de la palabra boshet, que significa abominación.

(**) Los me eran, en la antigua Sumeria, los decretos divinos que regían la civilización y el orden mundial. Inanna consigue los me de su abuelo Enki (el Dios de la sabiduría), a quien emborracha para quedárselos.

(***) El inframundo sumerio, el reino de la hermana de Inanna, Ereshkigal. Se considera que, en realidad, Ereshkigal es la otra cara de Inanna.