Ayer tuve una conversación que considero muy importante con la persona con la que comparto mi vida. Una conversación que me recuerda a la película Trainspotting, de Danny Boyle, una de mis películas favoritas por muy dura que sea (cuenta la historia de unos adictos a la heroína). La película abre con el monólogo que sigue:
Elige la vida. Elige un empleo. Elige una carrera. Elige una familia. Elige un televisor grande que te cagas. Elige lavadoras, coches, equipos de compact disc y abrelatas eléctricos. Elige la salud, colesterol bajo y seguros dentales. Elige pagar hipotecas a interés fijo. Elige un piso piloto. Elige a tus amigos. Elige ropa deportiva y maletas a juego. Elige pagar a plazos un traje de marca en una amplia gama de putos tejidos baratos. Elige bricolaje y preguntarte quién coño eres los domingos por la mañana. Elige sentarte en el sofá a ver tele-concursos que embotan la mente y aplastan el espíritu mientras llenas tu boca de puta comida basura. Elige pudrirte de viejo cagándote y meándote encima en un asilo miserable, siendo una carga para los niñatos egoístas y hechos polvo que has engendrado para reemplazarte. Elige tu futuro. Elige la vida… ¿pero por qué iba yo a querer hacer algo así? Yo elegí no elegir la vida: elegí otra cosa. ¿Y las razones? No hay razones. ¿Quién necesita razones cuando tienes heroína?
Yo no soy adicta a la heroína pero, tristemente, soy adicta a joderme la vida. No enumeraré las múltiples formas que he tenido de sabotearme a mí misma durante los últimos años (no me apetece deprimir a nadie), pero tengo claro que estoy intentando salir de eso y dejar de joderme la vida de una vez por todas. Y aunque es un trabajo que durará toda mi vida, y un esfuerzo y un camino constantes, son aspectos de mí misma en los que me he comprometido, como buscadora espiritual, a trabajar en serio. No por nada, sino porque nadie lo va a hacer por mí. Renton, el protagonista de Trainspotting, hace referencia arriba a cosas externas. A él, la televisión, la carrera, la familia… le parecen cosas superficiales e insustanciales, la vida es carente de sentido para él. Por eso se hace adicto a la heroína. Yo me hice adicta a la infelicidad por la misma razón.
En todos estos años trabajando internamente conmigo misma (y muchas caídas después) me he dado cuenta de que a) consigo todo lo que me propongo en esta vida y b) no me hace falta un montón de cosas para ser feliz como una perdiz, sino que es algo que manejo yo y que no depende de nada externo (y por eso mismo la felicidad es barata). Ahora puedo decir que soy feliz, y que es sorprendentemente fácil serlo. Tanto, que cuando lo logras da hasta vergüenza sentirse así. Parece como si uno no se lo mereciera, cuando es lo que nos viene dado por derecho y lo que se supone que hemos venido a hacer aquí. Como si hubiera algo impúdico en ello. Ayer le decía a mi marido en nuestra conversación trascendental que venimos «a vivir». Muy serio me miró y me dijo más o menos que el sentido de la vida era ser feliz, porque para eso habíamos venido aquí, no para sencillamente vegetar. «Existir lo puede hacer una planta, pero lo que tú hagas con tu vida es tuyo, y eso lo tienes porque has nacido humana. El sentido de la vida es ser feliz». Ay queridos lectores, que tenga que venir tu pareja/acólito/alumno a recordarte que lo importante del camino es pasarlo bien… aunque supongo que son gajes del oficio de sacerdotisa, que a veces se te olvida aplicarte el cuento. Nadie es perfecto. Si lo fuéramos, no habría cabida al crecimiento.
Tirando del hilo y pensando, pensando… llego a la hipótesis peregrina de que quizá se nos ha enseñado a que ser feliz está mal visto. ¡No se puede ser feliz, hombre, eso es malo, te mete en problemas! ¿Por qué? Pues por varias razones: la primera es que el vecino puede ansiar tu césped verde de felicidad (por estar tu vecino verde de envidia). Me aventuraría a decir que la segunda razón es para que luego, cuando las cosas no te vayan tan bien, no te sientas mal. Ambas razones se reducen al miedo a que te quiten algo, básicamente. Pero yendo más allá, si la felicidad es interna, ¿entonces quién nos puede quitar eso? ¿Puede venir alguien y joder a una persona feliz, así porque sí, si resulta que la felicidad está dentro? Que hay mucho hijo de p**a suelto, eso es cierto, pero, ¿hasta qué punto puede otra persona quitar esa luz interior a otra? No sé a vosotros, a mí de pequeñita me enseñaron que había que tenerles miedo a los hijos de p**a, y que por eso había que esconder tu felicidad y no mostrar del todo lo que tenías, no darte a los demás. He aprendido que en parte es cierto, porque hay personas ahí fuera que se han aprovechado de mí, pero eso ha sido algo totalmente pasajero y no afecta realmente a mi capacidad para seguir siendo feliz. Por muchos parásitos que tenga esta sociedad, no pueden quitarme mi luz interior. Por tanto, aunque es razonable que nos enseñen a ser cautelosos para generar protecciones necesarias para nuestra vida (como por ejemplo no aceptar un caramelo o montarse en el coche de un extraño), en un nivel interior creo que el miedo es infundado.
Una parte importante de la Filosofía Correlliana (la Tradición de la Wicca que practico) dice que venimos aquí a experimentar, a vivir, que para eso somos la Divinidad consciente. Tras estos pensamientos sobre la naturaleza de la felicidad y el sentido de la vida, me gustaría matizar este aspecto de mi Tradición que durante tanto tiempo he defendido y aplicado. Me da igual lo que cada uno haga con su vida y lo que cada uno experimente por derecho, como parte de la Divinidad Consciente: yo he venido aquí a intentar ser feliz. No se trata de mera existencia, se trata de VIVIR con mayúsculas, de que todas esas cosas que parecen insustanciales precisamente porque son externas y superficiales tengan un color más brillante, matizado por un proceso interior que condiciona que lo exterior gane esa profundidad, aunque no relevancia. Porque para mí la verdadera relevancia está en haber encontrado más o menos ese punto interno de equilibrio al que llamo felicidad, hecho de cosas pequeñas que encuentro día a día en mi vida, por muy impúdico, irreverente o mal visto que resulte.