Si cierro los ojos y me centro con fuerza en mi concepto de fe, puedo situarme en una escena de mi infancia con una gran claridad. Recuerdo un patio blanco repleto de flores y plantas y lleno de palmeras, con paredes cubiertas de loza con escenas vegetales, un suelo de terrazo y el olor salino del mar colándose por la abertura del techo que imitaba vagamente a un compluvium romano, por la que los árboles despedían alegremente al sol poniente. Un olor a perfume femenino iba y venía, a veces sutil y a veces tan fuerte que le hacía a uno cerrar los ojos. Y había tres sonidos que se superponían: uno venía lejano como la voz de un Dios que se alzara desde lo más alto de los cielos y chocaba con gran eco por entre las columnas del patio, y el segundo sonido era el repiquetear constante de abanicos en el aire chocando sobre los abundantes pechos de las señoras, la mayoría de ellas abuelas como la mía, nacidas en la República y creciditas en la Posguerra. Un tercer sonido lo hacía el viento colándose por entre los árboles y meciéndolos, un espectáculo de sonidos y aromas entre las palmeras, los rosales, el mirto y el romero.
Ésa es mi imagen del concepto de fe. Me criaron en la creencia cristiana como a muchos, y eso que describo podía ser un domingo cualquiera en misa, donde mi abuela me llevaba junto a sus hermanas. Todas ellas decían tener mucha fe y repetían eso de «por mi culpa, por mi gran culpa» dándose golpes no con el puño, sino con el abanico. De ahí que el sonido del abanico en un pecho femenino lo tenga asociado al concepto de fe. Puede parecer muy cómico y verdaderamente lo era, y más de una vez pregunté abiertamente por qué había que darse con el abanico en las tetas en la misa de las 9, y por qué yo no podía participar de la misma forma. Sería porque yo por aquel entonces no tenía pechos. Eso llevó a mi mente infantil a hacerse una pregunta: ¿yo tenía fe?
Con los años, la pregunta que empecé a hacerme fue un poco más clara: ¿qué entendía yo por fe? Le estuve dando vueltas mucho tiempo y sobre todo me la hice a partir de salir del armario de las escobas con la familia. Cuando le dije a mi madre que era wiccana hace unos años, aunque le expliqué de qué trataba y aparentemente lo entendió, más de una vez me soltó «claro, como tú no crees…«. Eso me hacía dudar y me hacía pensar en si tenía fe, en si creía realmente en algo. ¿Era yo como aquellas señoras de los golpes de abanico? Durante un tiempo me planteé si yo era un homo religiosus en condiciones, o en si lo que creía era simplemente un producto de márketing creado por alguna editorial con ganas de sacar tajada de mi espiritualidad.
Admito que, aun siendo pagana, entiendo a las mujeres de aquella generación que me educaron en la fe cristiana, y lo que para ellas significaban los golpes de abanico y la voz monótona del sacerdote saliendo de lo alto y generando gran eco. La fe para los católicos es una virtud y para ellos es importante decir «tengo mucha fe», porque no hay nada más fuerte que expresar que se cree en un dios que ves como único y verdadero. Asimismo, tener fe también es una prueba dura, porque si la vida es un valle de lágrimas para ellos, debe ser (y perdón por la expresión) jodidísimo mantener esa fe y continuar amando a tu dios. Sinceramente, me quito el sombrero.
Sin embargo, yo ya no era católica. ¿Dónde quedaba mi fe? ¿Dónde residía mi creencia?
Ahondando más en mis recuerdos, conseguí rememorar un día en el que hubo una gran tormenta durante la misa. Recuerdo los rayos y los truenos, que enmudecían al sacerdote al resonar por toda la bóveda de la nave principal de aquella iglesia costera. El mar estaba embravecido y parecía que el edificio entero se caía, me recordó a cierto tornado ficticio que se llevó volando a cierta niña y a su perro, dejándolos varados en el maravilloso mundo de Oz. Siendo honestos, durante un momento tuve miedo de que fuésemos a salir todos por los aires.
Recuerdo cerrar los ojos y rezar, pero no centrarme en la virgen de cara morena del altar. En cambio, le recé al mar, cantándole mentalmente una nana para que se calmara. Le recé a las flores y a las palmeras para que se mantuvieran de pie frente a la embestida del viento. Y le recé al mismísimo viento para que no me llevara de aquel lugar, mi Kansas particular, donde residía mi familia y la gente a la que quería, con golpes de abanico o sin ellos.
Creo que en aquel recuerdo obtengo gran parte de lo que significa realmente tener fe para mí como pagana, pues va más allá de ser una virtud. Para mi yo adulto y de este momento, la clave no está en tener fe en un dios. Creo que los dioses, en los que nosotros creemos concretamente, no están aquí para salvarnos de las tormentas (aunque puedan echarnos una mano). Dicho de otra manera: desde aquel día en aquella iglesia, cuando rezo, no rezo para que ninguna divinidad venga a rescatarme como un caballero de brillante armadura. En cambio, rezo porque yo soy la que necesita cambiar su propio mundo, porque necesito la confianza suficiente como para saber que pase lo que pase siempre voy a caer de pie. Más bien me rezo a mí misma, y siempre pido tener fe en mi propia capacidad para cambiar el mundo y para cantarle nanas al mar si hace falta.