Como muchas otras abuelas, mi abuela era bruja. Es curioso que fuera tan bruja, porque era catoliquísima. El sexo para ella era «fruta prohibida», jamás aceptó los preservativos, no comía carne en cuaresma y rezaba todos los días, mañana y noche, delante de un cuadro de la virgen de la Macarena que teníamos en la puerta de casa. Y sin embargo, fue la bruja más grande que jamás he conocido.
Aunque estoy hablando en pasado de ella, mi abuela sigue viva, si bien no considero que eso que tiene ahora mismo pueda llamarse vida. Le afecta una enfermedad con nombre de señor alemán. Vivió triste, fue una mujer seria, sufrió porque pensaba que esta vida era para sufrir, y parece que así eligió vivir sus últimos días. Pero, en secreto, forjó para mí un destino distinto. Me decía que estudiara, se alegraba con mis notas y siempre me apoyó en todo lo que pudo. Siempre quiso que yo no me pudriera entre cuatro paredes y que tuviera una profesión. Mucho de lo que soy se lo debo a ella, a esa mujer de ojos rasgados y risa escasa, a la que todavía recuerdo siendo tan guapa como una chiquilla, a la que todavía recuerdo subiendo seis pisos por la escalera (sufría una terrible claustrofobia y nunca usaba el ascensor) y parándose a descansar sólo al llegar arriba. Ella nunca se rendía, hasta que se rindió y por eso su cerebro dejó de funcionar como debería.
Hoy me he acordado de ella mientras picaba una cebolla, porque el don de mi abuela, la razón por la que era bruja, es porque sabía transmutar. Transmutaba dos duros de comida en un banquete, una cebolla como la que yo he picado hoy en un manjar, una sopa en lo más reconfortante del invierno. Siempre al lado de su fogón, me enseñó el respeto que hay que tenerle a la materia prima con la que preparamos la comida, y ya no sólo la carne o el pescado, sino también la verdura y la fruta. Ella sabía que todo moría para darnos a nosotros la vida. Siempre me decía «siéntate aquí y aprende», y yo no quería aprender a cocinar. Me interesaban los cuarenta principales, las tendencias, los libros. Mi adolescencia pasó entre mi obsesión por la música y estudiar, y cuando quise darme cuenta, cuando por fin levanté la cabeza de mi propio mundo para fijarme en ella, se apagó. Ya no puede transmutar porque ya no es ella misma, y aunque de vez en cuando hay algo de luz en su mirada y tiene la misma carita de muñeca de porcelana, todo lo que queda de mi abuela dentro de su cuerpo es la parte más primitiva.
Y aunque esa persona que ahora se sienta con la mirada perdida ya no es ella, mucho de ella vive en mí. Muchas de las recetas de mi libro de recetas están sacadas de platos que preparaba ella. Recuerdo ser pequeña y quitarle los hilos a las vainas de judías planas (que en mi ciudad natal se llaman habichuelas) con un cuchillo bajo su atenta mirada, recuerdo verla elegir el pescado en el mercado, recuerdo que sabía si un animal había vivido una buena vida gracias al color de su carne, recuerdo cómo distinguía si una manzana estaba harinosa o ácida con sólo tocarla y olerla, recuerdo el cariño con el que trataba lo que compraba y el cariño con el que nos lo daba. También sé que tenía un gran respeto por los antepasados, así que me habló de su abuela, me contó historias de la familia y de la guerra, que le pilló siendo pequeña. Todavía me acuerdo de cómo olía, mi bruja, mi chamana, mi artista del fogón. No sabía ni un poco de magia pero no le hacía falta. Ella era la mismísima magia.
Mi hija crecerá, si los dioses quieren, con sus dos abuelas. Hoy día, en este mundo de usar y tirar, aún desechamos a nuestros mayores y sin embargo la transmisión cultural la hacen ellos. Por eso quiero que mi hija disfrute de sus abuelas: que las vea hacer cosas, que cocine con ellas, que juegue con ellas, que vaya al parque con ellas. La crianza y la nutrición ya la haremos su padre y yo, pero la transmisión importante siempre la dan los sabios de la tribu, ésos que tienen el conocimiento y la sabiduría suficientes como para sentarse frente al fuego y crear una historia de la nada. Hasta de un fogón. Hoy les necesitamos más que nunca, para aprender la lección de la paciencia, del tiempo bien invertido en hacer las cosas despacio, como Cerridwen esperando a la elaboración del Awen en un caldero que bulló durante un año y un día. Igual que la Luna Menguante es el paso anterior del nuevo ciclo. No son Lunas sólo de destrucción las menguantes, sino el anuncio de la esperanza del recrecimiento. Ése es el regalo de las abuelas: ser las precursoras culturales de la generación por nacer.